viernes, 28 de noviembre de 2008

LOCO POR LEER

(Leído en la Tertulia Literaria. Casa Castilla-La Mancha. C/. Paz nº 4. Madrid)

Moncho tenía una afición desmedida por la lectura. Sus padres, al principio, no lo veían mal, pero también querían que se relacionara con amigos y jugara con ellos al fútbol, a la pídola y a otros juegos propios de su edad. Pero no, Moncho siempre estaba leyendo; siempre, siempre con su libro a la sombra de la acacia. Él decía que allí estaba escrita toda la historia de la vida, y que debajo del árbol veía los personajes más variopintos, en los lugares más exóticos de ese mundo mágico preferido por él.
Los padres no entendían aquello tan irreal y, preocupados, sometieron al niño a castigos severos para que dejara de leer, o lo hiciera con moderación. Le privaron de la paga de los domingos, del pastel de manzana que tanto le gustaba y decidieron no comprarle más libros, pero eso no dio ningún resultado. Por la mañana y por la tarde, con frío o calor, el niño leía sentado en el arriate de la acacia. Siempre estaba allí.
Ante la firmeza de Moncho, los padres hicieron lo que nunca habrían deseado: cortar la acacia y quemar el libro. Moncho no tenía otras lecturas y en el jardín no había más árboles. Aquella barbaridad hizo que el niño se aislara más y no quisiera hablar con nadie. Se le quitó el hambre, pero nunca mermó su atracción por la lectura.
Todos los días se sentaba en el tocón de su acacia mutilada, cogía cualquier periódico o revista y, con los ojos cerrados, simulaba leer. Así revivía las hazañas de sus héroes. Por los gestos daba a entender que disfrutaba de los conflictos y sensaciones: ponía cara de pelea, olía como si estuviese en medio de una inmensa rosaleda, hacía cariñosas muecas, como si acariciara a distintos animales, o algo así.
Una tarde, a primera hora, cuando el muchacho estaba abstraído, con la mirada puesta en su creación interior, se acercó la madre con cara de pesar.
—¿Por qué haces como que lees, si tienes los ojos cerrados? ¿No sería mejor que vinieras a la piscina con los otros niños? Hace mucho calor y ya no hay sombra en el jardín. ¡Anda, cariño, ven! —dijo acariciándole las mejillas, con ese mimo de madre que a veces todo lo puede.
—Cierro los ojos para ver mejor las aventuras escritas en mi libro. ¡Lo quemasteis! Pero guardo todo en mi memoria. Hablo con los personajes, ellos son mis amigos. Los otros niños no están en la historia. Tampoco importa si la acacia está o no. Ahora tengo toda la vegetación que quiero, abunda en el universo que imagino.
—Hijo, tú no estás bien. Tenemos que llevarte al médico.
—No, mamá. Eres tú la que está mal. Nunca supiste que mi libro es “El libro de la selva”. Por lo que leo en él, en lugar de perseguir tanto mis lecturas, tendríais que haber estado más atentos para no perderme cuando Shere Khan*, mi amigo el tigre, salió de la espesura.
—No te entiendo, hijo —exclamó la madre sollozando.
—Está claro. Me habéis maltratado privándome de mi pasión. Ahora me siento, más que solo, abandonado. Así acabaré en la cueva de los lobos, pero no me importa. Aunque Raksha* se meta conmigo y me llame Mowgli*, seguiré leyendo todos los días, porque ellos sí que me entienden. Yo estaré encantado de ser uno más en la maravillosa jungla de ese mundo fascinante —dijo el chico muy convencido.
La madre lloraba en silencio, arrepentida. No dijo nada.
Moncho siguió en su mundo. Hizo como si pasara otra página del libro. Luego, satisfecho, aulló como una fiera inocente, en medio de aquel bosque de robinias, tocadas con racimos blancos, de olor meloso, penetrante.
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(*) Personajes del “Libro de la selva”.
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LIBERTAD EN LA JAULA

Madre e hija discutieron el día anterior, hasta bien entrada la noche, sobre la asistencia al concierto de “Los Maracuyás”, que se celebraría en el campo de fútbol. Margarita no pudo disuadir a la chica. “Dichoso recital, en qué horita...”, dijo la madre, muchas veces después.
—Estoy harta, mama. Tengo diecisiete años, casi dieciocho, y me tratáis como si tuviera quince. No me dejáis ir a los conciertos, ni a bailar, ni llegar a casa después de las dos. Mis amigas no tienen estos problemas con sus padres. Vosotros sois insoportables. No os aguanto. ¡Qué ganas tengo de que termine esto! —protestó Sara, llorando.
La chica corrió a su cuarto. En la huída tiró de un manotazo la bailarina con bata de cola y el músico de Murano que había sobre el aparador. Su madre, al verla tan excitada, y temiendo se despertara el padre y el niño pequeño, fue tras ella con intención de calmarla. Moderó su actitud intransigente.
—No, hija. No te pongas así, anda. Si lo hacemos por tu bien.
—¿Por mi bien? ¡Un cuerno! Qué ganas tengo de... Pero tú ¿qué quieres? ¿que me meta monja? —dijo la chica, todavía muy alterada.
—Anda, hija, no te pongas así. Con lo buena que tú eres. Cálmate. Venga, vale. Mañana, vienes, comes y te vas. Si nosotros también queremos que te diviertas, pero nos da miedo que andes por ahí sola —dijo la madre besándola, acariciándole los cabellos y secándole las mejillas, como tomates, humedecidas por las lágrimas.
Las dos, poco a poco, fueron tranquilizándose. Sara preparó los libros y la ropa para el día siguiente, después de que su madre la halagara durante un buen rato antes de irse a dormir. Ya sola, fue a la cocina, abrió el frigorífico y, como todas las noches, se hizo el bocadillo para el recreo. Además, metió en la bolsa una cabeza de lomo envasado al vacío sin empezar, lo que sobró de la barra de pan y tres piezas de fruta. “Si me viera mi madre, o mi padre, la tendríamos otra vez”, pensó. Dejó todo preparado en su habitación y se metió en la cama, pensando en el concierto y en las prohibiciones de los padres.
Durmió mal, pero al día siguiente fue la primera en salir de casa, antes de que nadie se hubiese levantado.
No regresó a la hora de comer, ni por la noche a dormir, ni al día siguiente, ni al otro, ni muchos días después. La quiosquera fue la última que la vio cuando entró en el Metro. Dijo que serían las ocho y media, y que llevaba una mochila muy abultada y una bolsa de deporte, bastante grande. La familia no dio mucha importancia a eso, hacía natación a diario y, “quizá llevara las aletas”, advirtió la madre.
Tras muchas pesquisas y varias semanas colocando la foto de Sara, con reclamos de búsqueda en todos los lugares posibles de la capital, apareció en la costa, muy lejos de casa. Trabajaba muy ligera de ropa en una discoteca, cantaba y bailaba, frenética, dentro de una jaula, animando a los clientes. Acababa de cumplir los dieciocho y la policía sólo pudo comunicar a la familia su paradero.
Cuando Sara menos lo esperaba, recibió la visita de los padres. Allí estaba, en la Discoteca Paraná, con Los Maracuyás, enseñando lo que, por falta de luz, casi no se veía. Saltaba entre los barrotes como una mona insaciable, o harta de todo. ¿Quién sabe?
El padre, un funcionario sin arrestos, se quedó mirando, sin saber qué hacer. Fue la madre la que subió, por detrás, al escenario. Ella quería hablar con su niña, aunque fuese a voces. No sabía cómo hacerlo. Se puso delante de la hija, que, aunque estuviese extrañada, no dejó de saltar.
—¿Qué haces aquí mama? ¿A qué has venido? —preguntó, por fin, chillando, casi sin mirar a la madre.
—A por ti. Hemos venido a por ti. Nos vas a matar a disgustos —gritó Margarita, haciendo altavoz con las manos, al oído de la chica, que no paraba de retorcerse.
—No voy a ir a ningún sitio. Me dejaste ir al concierto ¿no? Me dijiste que vosotros queríais que lo pasara bien. Pues aquí estoy —explicó desgañitándose, apartando el micro para que no se la oyera en la sala.
La madre la cogió por los pelos y la apartó de los focos que no dejaban de hacer intermitencias y cambios molestos, mareantes.
—Yo a ti ¿qué te dije? —preguntó la madre, más tranquila pero con los mismos ruidos.
—Me dijiste eso: “Vale, mañana vienes, comes y te vas”. Fue lo que dijiste.
—Sí, pero no llegaste a comer, ni a cenar, ni apareciste el día de tu cumpleaños.
—No fui porque no tenía hambre. Y cállate ya, que me vas a rayar. ¿No ves que no te oigo? Así que hala. Te diría la poli lo que hay, ¿no? Pues ya lo sabes —dijo Sara voceando con todas sus fuerzas, zafándose de la madre.
—Por Dios, hija, sal y hablemos como personas normales.
Sara no hizo ningún caso.
—Por favor, baja de ahí. Aunque sólo sea para que te quedes quieta y podamos darte un beso.
La chica no atendió las súplicas de su mama, como siempre le decía. Tampoco quiso ver al padre.
Margarita, huérfana del cariño de la hija, salió perdiendo su etiqueta de madre entre el ruido y la vergüenza.
Sara se encerró en la jaula de su libertad y siguió con aquel cante imposible, saltando y riendo, como si toda la vida hubiese estado allí y le sobrara todo lo demás.

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