viernes, 18 de diciembre de 2009

EL CAMINO QUE NO ERA


Me han cambiao varias veces de celda y he conocío a muchos internos, pero sólo tú has preguntao por lo mío. Te lo contaré en este rato que nos queda de sol, antes de que nos llamen. Escucha...

Como to´los domingos, me puse en la puerta de San Ginés. Había boda. Antes de que llegara la novia, a eso de las doce, ya tenía guita para vivir muchos días, pero yo no sabía tener dinero. Me trinqué un copazo en Casa Braulio y luego entré por la calle de los Mesones arriba. Olía a fritanga y a vino picado. Por allí paraban varios compañeros de fatigas, me petaba convidarles y poner un poco de alegría en su miseria. Una copa aquí, otra allí, luego otra y otra y muchas más. Dejamos vacía la bolsa. No me gusta la esclavitud del dinero. Siempre me gasté todo con los vagabundos como yo.

Achispaos y tambaleantes, los colegas fueron perdiéndose poco a poco. A mí me costó llegar al soportal donde pernoctaba. Desplegué el petate y me eché a dormir. Esa noche no reparé en el asqueroso tufo a orines de gato que había siempre entre mis cosas. Al rato, o no sé cuando, llegaron los municipales. Como todas las noches, me preguntarían dos o tres veces lo mismo, para ver qué tal: el nombre, la fecha de nacimiento, algo sobre el tiempo, tonterías así. No lo recuerdo bien, ¡apañao estaba yo!

Como imaginarás, viendo la cogorza que tenía, me quitaron de allí. No amanecí más en aquel camastro. Cuando desperté me dijeron que era miércoles. El reloj de la sala marcaba las 11:42 AM. Olía a botica. Estaba acostao en una cama con sábanas blancas. Afeitao y tan limpio, me sentía desnudo. ¡Qué vergüenza, joder! Tenía los pies y las manos ataos a los barrotes de la cama. De los brazos salían varios chiclés. Tenía otros cables y una máquina que yo no veía, pero no paraba: “pi...pi...pi...pi...” Todo el rato estaba pendiente de que el puto aparato no hiciera pi,pi,pi,pííííí... seguido, porque después sería como en las pelis: “hora de la muerte...”Joder con el chisme. Yo no estaba para eso, pero dijo una enfermera, gorda y con mala leche, que acababa de salir de un no sé qué etílico y que estaba mu mal. Protesté como si me hubiesen tocao las criadillas: “Dejadme, coño. Estoy jodío, ¡pues claro!, tengo hambre. Si estuviese en la calle estaría cojonudamente”.

Me hicieron caso, pero no creas que me llevaron un plato de alubias. Probaron con un caldo, y bien. Luego me dieron crema de guisantes, merluza a la plancha y natillas. To riquísimo. Me acordé de mis amigos, de su hambre, de sus esquinas. Se me nublaron los ojos al pensar el bien que les harían aquellos manjares; pero confieso que aunque fuese solo, sin ellos, con tantos cuidaos y exquisiteces, me habría quedao allí una temporá. ¿Sería verdad que tenía algo grave? Lo mío era la calle, dormir al raso y el vino de tetrabric.

Al día siguiente ya estaba mucho mejor, pero, imagínate, como un pájaro enjaulao. Después del desayuno, bien aseao y con un pijama azul, grandísimo, salí al pasillo para estirar las piernas mientras limpiaban la habitación. Como quien se deja llevar, entré en un cuarto. Debía ser el vestuario de los médicos. Afané un traje de mi talla, unos zapatos, una camisa bien guapa, una corbata y salí corriendo.

Me veía en los cristales de los escaparates como un maniquí. Me senté en un parque. Encontré en la chaqueta una cartera con un carné de identidad, otro de conducir, una foto familiar, cuarenta €uros y un boleto de los ciegos del día anterior. Número 1313. Pregunté en un quiosco de la ONCE. La chica, con gafas oscuras, lo miró con una lupa y dijo que tenía premio. ¡Cien mil €uros! Ella no veía, yo me quedé sin habla. Otra vez me perseguía la mugre del dinero. Mi corazón latía deprisa. Me sentía otro. La cieguita dijo que en cualquier banco gestionarían to. Entré en uno próximo. Comprobaron el boleto, el número. ¡Qué bien se portaron! Hasta me anticiparon una buena suma. Firmé y dijeron que volviera a los tres días para colocar el resto del premio.

Salí de allí sin soltar la cartera, saltando y riendo, créetelo. Me dio hasta hipo. Los edificios, los árboles, los colores..., to´lo veía distinto. Calculaba, sin saber, qué podría comprar con tanto dinero. Iba en esas cábalas cuando tuve que cambiarme de acera dos o tres veces porque me encontré con varios pedigüeños, andrajosos, que se pusieron pesadísimos para que les diera unas monedas. Me dieron asco; les despaché a patás. Ellos quedaron como espantaos. Después sentí dolor en las tripas y amargura en la boca por aquella rabieta. Con las pintas que llevaba, comprenderás que ya no podía hacer la vida de antes. Decidí hospedarme en un hostal. Allí observé cómo vivía la gente normal, huéspedes, transeúntes. Por el ajetreo, o no sé por qué, el petate, el soportal y los colegas de toda la vida salieron de mis pensamientos.

Cuando volví al banco, no me recibieron como el primer día. Las caras de los empleaos parecían de cartón, se habían quedao sin sonrisas. Me tuvieron esperando en un despacho más de media hora. Al final llegaron dos señores con mal gesto, como si en el carajillo de la mañana les hubiesen echao vinagre. Dijeron que eran policías. Me pidieron la documentación. Yo les di la que tenía, la del médico, que, por cierto, era cejijunto como yo. Tras examinarla, dijo uno que estaba detenío. Me llevaron a la comisaría y desde allí me trajeron aquí, al talego, donde llevo siete meses en prisión preventiva, pendiente de juicio; dicen que acusao de apropiación indebida y suplantación de personalidad, que no sé mu bien lo que es.

Así fue to, y to porque el destino me puso en un camino que no era el mío. Lo peor es que, aquí dentro, no soy nadie; y fuera, nadie me echa de menos. ¿Qué te parece? No digas ná, y vamos, que ya tocan fajina.

© Alejandro Pérez
Colección "Los cuentos mejor pensados". Inscritos en el Registro de la P.I.
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jueves, 5 de noviembre de 2009

TRAGOS DE VIDA




Lo prometido... (Un hecho real)

Corrían los años sesenta del pasado siglo XX. Clemente vivía más en el campo que en casa. Próximo a cumplir los setenta, estaba magro, ágil y colorado. Comía chacinas caseras y guisos de patatas y verduras de su huerta. Todo bien regado con vino de pitarra. Por las mañanas salía con su bota grande bien llena, henchida, pero acababa como una pasa y sin forma, por la tarde.

Un día sintió sensación de mareo y pesadez de cabeza. El médico le dijo que dejara el vino y otras bebidas alcohólicas, y que tomara dos o tres litros de agua todos los días. No era muy aficionado Clemente a lo que él llamaba “la mala leche de las tormentas”, que estropeaba tejados y trochas y anegaba las viñas. En fin...

—Habrá que hacer lo que digan los médicos, que pa´eso están —dijo resignado a la esposa, cuando regresó de la consulta, quitándose la chaqueta nueva, que olía a pana desde lejos.

Se familiarizó con las fuentes de los parajes que frecuentaba. Por la mañana bebía en una rodeada de helechos, en una vaguada sombría; su agua, fresca y fina, entraba bien tras la caminata hasta los apriscos. Luego, con los torreznos del almuerzo, se refrescaba en un manantial con sabor a mentas y tomillos. Después de la comida, también de fiambrera, se quitaba la boina y bebía a bruces en la pila de otro venero, en un collado bajo. Antes de beber limpiaba las superficies de tarántulas, salamandras, caracolillos y otros parásitos. Siempre se libraría alguno de esos bichos.

Clemente se puso bien de la cabeza, pero poco después empezó a sentirse mal. Unas veces le dolía el estómago, otras el abdomen y muchos días ambas cosas a la vez. Sin posibilidades en las consultas de los pueblos, el médico diagnosticó gastroenteritis y prescribió dieta blanda: verduras, purés, poco pan, ninguna grasa y, por supuesto, nada de vinos y licores.

Clemente empezó con su régimen, pero cada día estaba peor. Perdió el apetito y mucho peso. Los dolores, cada vez más fuertes, le apartaron del pastoreo y de las viñas, donde laboraba en los ratos libres

—Es como si algo por dentro me comiera los bandullos —decía el pobre Clemente, pálido, con los ojos inundados, retorciéndose, cuando le apremiaba el dolor.

No hubo otro remedio que hospitalizarle. Los especialistas de digestivo le hicieron todas las pruebas posibles. Dijeron que tenía algo grave, pero no sabían qué. Desestimaron la cirugía porque el mal, localizado en el estómago, cambiaba de forma y lugar a cada instante. Clemente cada vez tenía menos fuerza, estaba más delgado y se le adivinaban los huesos al otro lado de una piel lacia, del color de la pavesa. Gracias a los tratamientos paliativos, disminuyeron los dolores.

En medio de aquella lucha por sobrevivir, llegaron las Navidades. Con la anuencia de sus allegados, los médicos le dieron un alta provisional para que pasara las fiestas en familia. Algunos dijeron que aquello era un paripé para que muriera en su casa. Cuando Clemente se vio en el pueblo, rodeado de familiares y amigos, se animó mucho; tanto que, acompañado, llegó hasta la Plaza Mayor para ver el Belén que habían puesto en los soportales del Ayuntamiento.

La familia pasó la Nochevieja en casa de unos sobrinos, como todos los años. Clemente, sin olvidarse de las pastillas, los parches y las inyecciones, cenó puré de espinacas y pescadilla hervida; para beber, agua embotellada. Nada que ver con el cordero y el cochinillo que devoraron los que estaban buenos, con sus vinos, sus cervezas y todos los caprichos apetecidos. Ante la desolación y el malestar que padecía, decidió irse pronto a descansar. Todos, comprensivos, quisieron acompañarle, pero él, estando en la misma calle, dos números más allá, no aceptó.

Se sintió reconfortado en su caserón, en medio de aquel zaguán-distribuidor, escenario de tantos acontecimientos familiares: las matanzas del cerdo, los bailes de las bodas; las charlas distendidas con los amigos, presididas por la bota, o la botella del orujo, si hacía frío. Sí, recordó aquello, sobre todo la destilación del orujo, saliendo gota a gota del alambique, con aquel olor tan característico a hollejos sudados, a lumbre de pino y encina, a noches en blanco animadas por la ilusión de una vida de regalo y lluvias propicias.

Clemente no lo dudó. Abrió el vasar. Allí estaba su botella de aguardiente, como la dejó días antes. Él no usaba el lenguaje de los médicos, pero los comprendía cuando hablaban. Pensó que en la vida sólo vale lo que se vive, no lo que se deja de vivir. Miró la botella, la cogió con reverencia y la abrió. Olió con fruición su contenido. Pensó que si aquello le hacía tanto daño como decían los médicos, sería el último mal; pero eso estaba por ver. Lo que sí tenía claro era que aquel aguardiente, hecho por él, estaba mucho mejor y le gustaba más que las medicinas, cuyos resultados definitivos tampoco se habían visto. Acarició la botella, se la llevó a los labios y bebió dos tragos, pequeños y con cuidado. Sintió la quemazón de siempre en el gaznate, y le supo más bueno que nunca. Dejó todo como estaba, para que nadie sospechara nada. Pensó que, aunque fuese en secreto, habría otros tientos mientras estuviese en su casa con vida. Animado, se fue a la cama.

No había terminado de quitarse las botas, y el orujo andaría buscando acomodo en las entrañas de Clemente, cuando éste notó que se le movía estómago. Le sobrevino un vómito, luego otro. Se asustó al ver que sangraba de forma abundante por la nariz. Le faltaba la respiración. Llamó a los vecinos; estos hicieron venir a la familia y entre todos acordaron avisar al médico.
Cuando llegó el doctor, Clemente respiraba por la boca, estaba casi asfixiado, seguía sangrando y no hablaba. El médico vio con extrañeza que tenía en la nariz mucha sangre cuajada. Limpió, tiró con cuidado y vio que algo salió y se le enredó en los dedos. Era un ser vivo, con movimientos lentos pero insistentes, como quien huye de un incendio perseguido por las llamas. Clemente empezó a respirar con normalidad. Le dolía la garganta y sentía la nariz irritada, pero estaba tranquilo. El médico identificó al parásito alumbrado como un anélido, que era lo que vulgarmente se conocía como sanguijuela.

A todos les extrañó mucho aquello. El más asombrado fue el médico, que no se explicaba cómo pudo entrar aquel gusano en el cuerpo del paciente, y menos los motivos por los que salió de él. Así se lo hizo saber a todos. Clemente, quedándose dormido, dijo con un hilo de voz: “ya le contaré yo a usté lo dañino que es el agua y los milagros de los aguardientes”. Nadie le oyó. Durmió plácidamente aquella noche, bajo los efectos de los tragos de la vida. Así los llamó él.

Al día siguiente Clemente ya no tenía dolores, sólo algunas molestias que pronto desaparecieron. Todos le trataban como a un personaje de portada. Empezó a comer y a engordar, hasta quedarse como siempre fue. Y, como siempre fue, vivió veinte años más, sin hacer caso a los médicos y regalando aguardiente a sus amigos y seres queridos.
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(C) Alejandro Pérez García. Inscrito en el Registro de la P.I. "Los cuentos mejor pensados"
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domingo, 11 de octubre de 2009

DE NUESTRA LIBRERÍA...

CERCLE - AL OTRO LADO DE LOS PIRINEOS es una novela de aventuras, con personajes y escenarios históricos de la Edad Media (s. XIII). No dejará indiferente a ningún lector, sobre todo a quienes gustan de la buena literatura, de la intriga y de una estructura amena y llena de acción.
El autor, ANTONIO CASTILLO-OLIVARES REIXA, compañero nuestro en esta "blogsfera", ha dispuesto sus narraciones con orden cronológico, hecho que facilita el seguimiento de la trama a lo largo de sus cuatrocientas noventa y nueve páginas llenas de intensidad y conflicto, que cautivan al lector desde el principio hasta el fin. No dejéis de leerla.
Los personajes principales, casi treinta, están tan bien caracterizados que desde las primeras páginas nos identificamos con ellos. Con psicologías e idiosincrasias diferentes, a veces opuestas, son capaces de convivir y luchar unidos por un objetivo común: apresar a los herejes fugitivos y rescatar el tesoro y las reliquias sagradas. ¿Lo conseguirán? Averiguarlo os resultará fascinante.
Antonio ha sabido salvar muchas dificultades para ofrecernos un texto fácil, comprensible, dinámico. Se ha esforzado para que su discurso quede al servicio del texto y no para lucimiento propio. La palabra concreta, limpia de abstractos y calificativos innecesarios, hace que sus relatos lleguen al lector con una nitidez que se agradece en todos sus capítulos. Ello a pesar de suministrarnos una galería de trebejos y atavíos de la época que requiere el uso de un lenguaje específico que hoy no usamos. Pero no importa, porque Antonio hace que los personajes hablen con gestos y palabras tan actuales que se hacen entender en todo. No obstante, la dificultad de algunos vocablos nos invitará a investigar su significado, comprobando que se trata de voces cercanas aunque estén lejos en el tiempo.
Las descripciones que nos regala el autor en esta novela no cansan. Al contrario. Lejos de paralizar la acción, busca el equilibrio para que nunca se detenga el trote de los cruzados a la grupa de sus corceles, sin dejar de regalarnos conocimientos culturales propios del costumbrismo de la época. Aunque sólo sea por eso, merece la pena leer CERCLE, que, igual que yo, la calificaréis como un verdadero lujo de la creación literaria. Además, si todo lo comentado os parece poco, Antonio nos lleva de la mano en momentos muy concretos por lugares históricos que, aunque cercanos, están AL OTRO LADO DE LOS PIRINEOS. ¡Os gustará! Ya me lo diréis.

viernes, 18 de septiembre de 2009

¿DÓNDE HACEN EL AMOR LOS CARACOLES?

Como llevo un año parado y dos meses sin subsidio, canto trovas al Madrid castizo. No hago otra cosa. Así me sorprendí esta mañana en el chaflán más caro de la Gran Vía. Cerca, un mago de mucha confianza hizo desaparecer dos palomas, las mismas de siempre. Luego descubrió, en su lugar, un loro de plástico con plumas de mentira, algo descoloridas.

Tras un rato largo de frío y cansancio, en la funda de mi viejo acordeón sólo había calderilla de cobre y las dos monedas falsas que pongo siempre como cebo. Viendo aquella miseria, me dio por pensar en las cosas que no entiendo: ¿Por qué todas las noches, desde que me echaron de la constructora, sueño con caracoles? ¿Por qué irán siempre con la casa a cuestas? ¿Será para que no se la embarguen? No sé.
Ellos son felices.

Quizá por no hallar esas respuestas, o porque estoy en la sequía económica más absoluta, la mente, un poco huera, me llevó a los días de lluvia: huele a tierra mojada, los parterres de los bulevares regalan sus fragancias de mentas y jazmines, y las parejas corremos en busca de cobijo, en silencio, para que sólo despierte nuestra pasión y podamos fundirnos en el fuego del querer, pero ¿dónde, si la insolvencia nos niega techo, pan y jergón?

El día iba levantando. Olía a churros y café. Sin reparar en el entorno urbano, seguí con el paisaje que fluye cuando escampa: los viejos pasean arrastrando la contera del bastón, tal vez para marcar el camino de vuelta. ¿Dónde van a ir con lo poco que tienen, marginados por sus propias carencias, sufriendo el peso errante, cansino, de la vida? Así van también los caracoles, babeantes, unos detrás de otros, cargando con sus patrimonios. Pero estos, sin escrituras ni hipotecas, van tan contentos. Me gustaría dedicarles un vals en su cuarto, mientras hacen el amor, pero no sé dónde se meten. Además necesitaría seguir una partitura, y tan perdido como estoy...

Poco después, una brisa baja, rastrera, me devolvió a la realidad, pero sólo un poco. Por los perfumes caros, los bolsos finos y los trajes de buena marca, supe que pasaban delante de mí muchos adinerados. No tenían cara de gastar. Ni miraban. Entonces se amontonaron en mi cabeza el préstamo del piso y las letras devueltas del coche, los estudios inacabados y mi chica, la constructora y el desempleo. Supe que nunca tendríamos un domicilio fijo. Arrastraremos lo que somos para llegar a ninguna parte. ¡Como los caracoles! Pero ellos ya están acostumbrados.

En eso llegó el sol de mediodía. Menos mal, estaba entumecido. El acordeón, pesado y frío como un témpano, me vencía. Abroché los teclados y me liberé de él. Estiré la espalda y los brazos; luego puse las manos en cuenco y las calenté con el aliento.

El ilusionista, con la vista caída sobre la escasez de su platillo, se frotaba las piernas y el pecho para ahuyentar el frío. ¿Quién sabe si también el hambre? Toqué un poco más, pero
interrumpí los acordes de Españolerías, el chotis del mexicano Agustín Lara, al acercarse una manifestación. Se me avinagró el gusto al ver que la gente reclamaba a gritos un salario digno. Como si eso no fuese un derecho original, de nacimiento.

Pensé que con tanto barullo podrían estresarse los caracoles de mis sueños. Cada noche los veo deslizarse por la hierba fresca de las cunetas, con sus cuernos erectos, más sigilosos y concentrados cuando van a hacer el amor, porque lo hacen. Ellos sí que traen caracolitos al humedal. No necesitan préstamos para tener esas moradas peregrinas. Tampoco temen el hachazo del desahucio. Nunca serán víctimas del paro.

Cuando la mañana se hacía tarde, pasó una señora enjoyada. Otra más. Sentí como un zarandeo. En lugar de soltar unas monedas, o un billete, echó una mirada de asco a mi acordeón destartalado. Con limosnas así, sentencié, mi casa recién comprada pronto será objeto de subasta, habitada sólo por el vacío del embargo. Sentí algo así como las tristezas de todos los pésames.

Después de mucho meditar, he pedido al malabarista, amigo y vecino de acera, que nos convierta a mi churri y a mí en caracoles. Me ha dicho que mañana. Ya sólo necesito saber dónde hacen el amor estos bichos. ¿En la casa de él o en la de ella?


(c) Alejandro Pérez García

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martes, 15 de septiembre de 2009

YA ESTOY AQUÍ

Descansadero en Cañada Real -Colmenarejo- Ep. Felipe II

Acabo de regresar a Madrid. No sé si mi estancia aquí será definitiva, o tendré que volver a mi lugar preferido otra vez, y seguir allí reencontrándome con el trabajo diario, concentrado, que es la mejor musa que conozco. No sé, quizá me vuelva, sí. Los gatos, el perro, los conejos y los ratones me han desconcertado. Han montado tal guirigay en el patio, que no entiendo casi nada. Dicen unas cosas ¡más raras...! Será, digo yo, por los calores, que ponen las cabezas a cocer, las de los ratones, los perros, los gatos y los conejos, también. De las cartas del buzón no quiero ni hablar. Yo creía que los carteros descansaban en verano, pero no. Y encima me encuentro con unos remitentes que ni conozco. Creo que no las abriré, hay que cuidarse de los desconocidos; claro que algunos, después de conocerlos, merecen la pena. No sé. Ya veré.

Me gustaría contestar a todos (a los que no había contestado antes) individualmente, pero eso haría sumar demasiados comentarios a la lista y ¿para qué, siendo yo el mismo firmante? Os lo merecéis, es cierto, pero tenéis que entenderme, dadas las circunstancias... Lo haré en comunidad. Eso sí, intentaré seguir un orden:

A Javier y a Antonio, por desearme buenas vacaciones, cuando me las desearon, y por pedirme que volviera pronto. ¡Puñeteros! Eso es lo que sois, unos puñeteros. Sin embargo, estaba deseando veros. Otro día, más despacio, hablaré de “Cercle – Al otro lado de los Pirineos”, la novela de Antonio, y del verano. Os la recomiendo. No tenéis que agradecérmelo, pero os va a gustar. Ya me diréis.

A Carmen Silva y a David Nihalat, que han leido mi libro "Leña y Papel y otros cuentos" y dicen que les ha gustado. No sabéis cuánto me alegro. Yo también os quiero, y os elijo, igual que me eligió la vida, igual que vosotros elegisteis mi "patio" para charlar en vuestra casa con mis personajes.

A mis incondicionales (no hablo de literatura ni de lo bien que lo hacen), Emilio y al anónimo Port, que tantas veces se han asomado por aquí. Siempre han dejado su tarjea de visita. Unas veces evocándome la Sierra del Guadarrama, con la fragancia de "Las Rosas de Otoño", del jardín de Don Jacinto Benavente, siempre quieto, en la plaza de Galapagar, entre el Pivo y la Iglesia, entre el Ayuntamiento y El Buen Yantar, cerca de Colmenarejo, de Valmayor, de Las Tiestas Cabezas, del Monasterio de El Escorial, de la Jarosa y de Abantos; o haciéndome volar hasta mi Sierra de Gredos, que me recibió un día de febrero de no sé qué año, entonces, cuando nevaba. ¡Ni me la toquen! Gracias.

Gracias a Emilio, una vez más, porque, aunque no la conozco, me habla de Elvira. Hace años que la perdí, a otra Elvira, claro; y cada vez que oigo o leo su nombre mi mirada se hace navegable y mi corazón camina despacio, como si quisiera parar hasta volver a los años pasados, a los años felices de la infancia, en esos lugares abulenses donde me veo en el espejo de cada mañana, cada mañana un poco más lejos del tiempo.

También comenta Emilio, o Port, o los dos, algo de una pequeña intervención quirúrgica, una convalecencia y cosas de esas. No. Yo todavía me siento escritor, aunque ser, lo que se dice ser, no soy nada. Por eso creo que lo importante no es nuestra vida, ni lo que ocurre en ella. Lo importante es "pintar" el mundo como no es y que alguien se lo crea. Ese alguien puede ser sólo el propio autor, porque a veces ni en casa ni en la pandilla nos creen. Somos tan poca cosa que no sabemos trabajar solos: necesitamos un narrador, unos personajes que nos ayuden y un escenario ficticio donde contar nuestras mentiras. Será lo único que quede de nosotros, en cualquier cajón olvidado, después de que algún día no despertemos de la última siesta. Nuestros forros, como lo que envuelven, no son eternos. Pero eso ¿qué importa, si cada vez preguntamos menos por los ausentes?

Por ello, querido Emilio, no me digas, todavía, quién es ese fraile de no sé qué Abadía, donde se casará no sé quién, que vendrá... ¿de qué Galaxia? No me digas tanto. Acabo de llegar y no sé si podré con platos tan fuertes. No quiero que una mala digestión, aunque sea producida por manjares, me retire otra vez.

Mis recuerdos también a mi amigo Luis Martín, Luisito. Nos veremos un día de estos y ya te diré yo cuatro cosas por "meterte en camisas de once varas", como dices tú. ¿Cuándo te he querido yo a ti tan mal, que he pedido tu vuelta al trabajo estando de vacaciones? ¿Por qué alborotas así? Ya hablaremos. Será para bien, no te preocupes; nos conocemos desde hace muchos años y entre nosotros sólo hay colaboración y amistad de la buena.

Y ¿cómo no? Mi abrazo grande y fuerte de bienvenida a esta casa a Enrique Gracia y Soledad Serrano, dos maestros de la creación literaria, hablada y escrita. Con vosotros, todos seremos mucho más. Tomad posesión y lo que os plazca. Estáis convidados. Gracias por venir.

Y gracias a todos por recibirme otra vez. Aquí me tenéis de nuevo para lo que gustéis mandar, despacito y con cuidado ¡eh!

martes, 30 de junio de 2009

lunes, 22 de junio de 2009

CIBELES

Será porque soy de pueblo que escribo cosas añejas,
de labranzas y ganados, de miserias y de penas.
También por capitalino, quiero ponerme una prueba:
La Cibeles es la dama, será la musa más bella.
No sé si seré capaz de encender en esa mecha
la chispa de la medida, la cadencia y el fonema.

A ello voy, señora pulcra, en esa fuente y patena
donde se quita el Madrid el sudor de sus proezas
con permiso de las tropas del palacio de la Buena,
de la Buenavista, digo, de Colón y la Cabeza,
la Santa de San Isidro, que es el patrón de las ferias
con los bailes de Barbieri “pa” chulapos y morenas.

Quién te lo iba a decir, que mirando a Muñoz Seca,
tu plaza, que no es la tuya, Castelar es quien la ostenta,
junto al Palacio de Murga y la calle Juan de Mena,
los fantasmas de Linares y el banco de las monedas,
Recoletos y Barquillo y la Gran Vía, eterna:
solaz de reyes y nobles y los guapos de tu Grecia.

De las diosas del amor serás la más satisfecha,
además del pastor Atis todo Madrid te venera,
y hasta el que viene de pueblo enseguidita se ambienta
entre El Retiro y El Prado como quien ya no es de fuera,
porque Madrid es Madrid y a cualquiera nos alberga,
gracias a su casticismo y a Cibeles, que es su reina.

Alejandro Pérez

viernes, 29 de mayo de 2009

LA OTRA VOZ

Juan Luis salió a media tarde de un día de mayo. Atrás quedó el chirriar de cerrojos y cancelas, pero no olvidaría la presencia implacable de cámaras y guardianes. No debió entrar, y menos quemar en aquellos reductos cinco años de ardorosa juventud, sin su Ana del alma, tan añorada en los apagones de la noche. Ella cumplía en la capital, y también daría cualquier cosa para reunirse con su amado. No merecieron eso; estuvieron muy lejos de los males achacados.

Los que pusieron a Juan Luis en el brete estaban esperando, como quien quiere compartir la alegría de un rayo de sol o las caricias de una brisa después de un largo vacío, sin amor, sin afecto, sin comunicación... Le ofrecieron dinero, armas y un puesto privilegiado en la dirección del comando. Era lo menos, después de pagar por todos y dejar de propina las vueltas del silencio.

Juan Luis se quedó pensativo, con un gesto de atención que los camaradas no entendieron. Tenía que escuchar su otra voz, la voz con la que mantuvo tantas y tantas charlas en la mudez de la celda. “No aceptes —le dijo—. Una mujer te espera en Madrid”.

(C) Alejandro Pérez Garcia. Inscrito en el R.P.I.

sábado, 23 de mayo de 2009

EL LIBRO LEÑA Y PAPEL Y OTROS CUENTOS, PRESENTADO EN MÓSTOLES



Como estaba previsto, el pasado día 21 presentamos en la Biblioteca central de Móstoles mi libro LEÑA Y PAPEL Y OTROS CUENTOS. En el acto estuve asistido por Doña Carolina Marchante, responsable del centro para estos eventos, y por Don Santiago Solano Grande, escritor y Secretario General de Escritores en Red - Asociación Marqués de Bradomín, a la que pertenezco.

En primer lugar hizo uso de la palabra Carolina, que nos dió la bienvenida recordándonos que no era la primera vez que estábamos en la sala. Pues lo hicimos en la presentación de la novela de Antonio Castillo, Cercle al otro lado de los Pirineos (25-10-07), y de un poemario de Santiago Solano, Tratado de la belleza moribunda (24-06-08). Aquellas presentaciones, igual que la que hoy nos ocupa, también contaron con el sello definitorio de Escritores en red (http://www.erabradomin.org)/.
Acto seguido intervino Santiago Solano para, en una disertación fluida y amena, hablar de este humilde autor como "escritor de ficciones" y del protagonista principal de la tarde: el libro Leña y papel y otros cuentos. No repetiré comentarios suyos si reproduciré frases de su discurso, pues está íntegro en este enlace: http://www.erabradomin.org/sansol/alex.pdf.
Después del merecido aplauso que dedicó la nutrida consurrencia al ponente Santiago Solano, el turno de palabra era mío. Viendo allí a tantos amigos reunidos, tan pendientes de los acontecimientos que se iban sucediendo en torno al libro que presentábamos en sociedad, el ataque de nervios se hizo irremediable. Así agradecí a la Biblioteca las atenciones recibidas, a Santiago la deferencia de presentarme con la lectura de un texto minucioso, lleno de referencias literarias y sabios conceptos sobre las estructuras y los elementos imprescindibles del cuento, y al público asistente el detalle de acompañarme en un acto tan importante para mí, en el que volví a percibir las emociones de cariño que recibí el el 16 de Abril en la AEAE.
Después de lo que ya había dicho el maestro Solano Grande, poco más pude añadir. Eso sí, hice un pequeño repaso de las necesidades del escritor, de sus retiros y silencios, de sus sentimientos e inspiraciones, de la complicidad con sus personajes y de la exigencia de los escenarios y de la palabra llana, concreta, siempre al servicio del texto aunque ello suponga, mychas veces, una obligación y un plus de trabajo añadido para el autor.
Luego, para agradecer a los presentes el regalo de su asitencia leí algunos textos del libro. Aquí está la lectura del cuento ¿Por qué será?:
Gracias a todos.

domingo, 3 de mayo de 2009

UNA AVERIA

Quizá las mujeres no se fijaban tanto en él. O sí. ¿Quién sabe? Fuera como fuese, ella no soportaba las miradas que las amigas echaban a su marido. Convencidos los dos de que las desavenencias no les seguirían, gastaron parte de sus ahorros en reparar el viejo utilitario y se fueron a vivir lejos.

Según iban conociendo a los nuevos vecinos y compañeros de trabajo, Sonia martirizaba cada vez más al joven esposo con sus interrogatorios. Así un día y otro. Las dudas y los reproches eran cada vez más intensos e insoportables. Igual que antes.

Miguel Ángel, harto de lo mismo, decidió irse mil kilómetros más allá, pero solo. No podía más. Cogió una pequeña maleta, una mochila y un paquete de libros.

A media noche bajó al garaje, cargó sus cosas, se sentó al volante y metió la llave en el “cláuxor”, la giró una vez, otra, y otra y muchas más... El coche no arrancó.
(c) Alejandro Pérez García

sábado, 18 de abril de 2009

MI LIBRO, "LEÑA Y PAPEL Y OTROS CUENTOS"

José Ramón Trujillo, Emilio Porta, Alejandro Pérez y Miguel Ortega Isla

EL CALOR Y LA BUENA ACOGIDA DE UN PÚBLICO GENEROSO, AMIGO, SUSCITÓ EN MÍ SENTIMIENTOS QUE NO CONOCÍA. AGRADEZCO A LOS PRESENTADORES SUS PALABRAS LLENAS DE CARIÑO, CREO QUE EXAGERADAS. MI LIBRO, NO TENDRÍA TANTA LEÑA NI TANTO PAPEL DE NO HABER SIDO POR TODOS VOSOTROS . ¡GRACIAS!

Como estaba previsto, el pasado jueves, 16 de abril, se presentó en la Asociación de Escritores y Artistas Españoles mi libro Leña y papel y otros cuentos.

Los escritores ejercemos nuestro ofico en solitario, cuando no quitamos tiempo a nadie y cuando nada ni nadie nos estorba. Nosotros solos, nosotros dos: primero la máquina de llenar papeles escribiendo al dictado de lo que fluye en nosotros, y después el crítico que llevamos dentro, que no nos deja vivir, pero que es imprescindible para dar vida a nuestros personajes y transmitir la realidad imprescindible a los escenarios evocados. Nadie más, bueno sí, nuestras manías. Quizá por eso, porque estamos siempre así de solos, es por lo que me impresionó sobremanera ver a tanto público pendiente de mí y de lo que había escrito en mis retiros insomnes.

Confieso que fue un acto emocionante. Nunca había experimentado antes tantas muestras de adhesión y cariño. O, al menos, no recuerdo cuándo fue la última vez. Creo que no merezco tanto. Me veo oligado a llevar mi agradecimientos por doquier, pero no sé cómo.

Soy consciente de que, entre plumas y teclados, la palabra escrita es para mí una moneda de pago -donde me la admiten- y el mejor medio de expresión. Por eso, voy a servirme de ella, como tantas veces hago.

Los profesores, aunque ya sé que a escribir no se enseña, juegan un papel muy importante en la madurez del escritor, luego las lecturas y las inquietudes propias completan nuestro bagaje. En eso, el escritor se diferencia poco del profesional que nos ayuda a subsistir, que también va con nosotros.

Es cierto que escribimos solos, pero estamos rodeados de la relación permanente que impone la convicencia en el caminar cotidiano. La familia del escritor, o quienes conviven con él, son compañeros de viaje muy importantes. Si ellos consienten y comprenden las ausencias al otro lado del tabique, nuestros silencios serán productivos.

Los talleres, los tertulianos amigos y los lectores que devoran nuestros textos antes de ponerlos el punto final, completan -no sé si en su totalidad- nuestra singladura creativa. Hasta aquí, todo lo había sufrido y gozado antes, pero la experiencia de la presentación, por ser la primera, fue algo novedoso para mí, emocionante, como no me cansaré de decir.

Me impresionó la intervención de los presentadores: Emilio Porta, a quien he nombrado mi "padrino" literario, porque nos bautizó a mí y a mi libro con palabras benditas; Miguel Ortega Isla, presidente de la otra Asociación a la que me honro pertenecer, Escritores en Red - Asociación Marqués de Bradomín, que hizo una semblanza acertado de mi "metamorfosis" como escritor; y, por último José Ramón Trujillo, representando a Sial Ediciones, que, confiando en las recomendaciones del Padrino, se atrevieron con la leña de un arbol sin sitio, que recobró la vida para convertirse en papel editado, en cuentos para leer, que llegarían a los lectores presentes de la mano de Raquel (a la que no pude ni saludar; lo siento, perdóname). No hubo para todos, pero todos lo tendrán.

Después, con la vista en la sala, se me helaron las venas cuando la ví llena. Había muchos amigos de pie. Entre todos, vi a familiares que, por vivir lejos, no esperaba: mi hermana Beni, ¡cuánta gerrita daria para conseguirlo! Y yo sin enterarme. Igual que Don Ramiro, el MAESTRO (con mayúsculas ¡eh!) que me eseñó a disfrutar con el estudio de la Gramática; éste también vino desde El Barraco -mi pueblo- con el señor alcalde, José María Manso González, que tampoco quiso perderse la fiesta del feliz alumbramiento. Los dos me dedicaron palabras llenas de cariño, que todavía, cuando pienso en ellas, me nublan la vista y me arrugan el gesto. Igual fue la intervención del académico José Alberto Rodiguez Zazo, para el que tuve el honor de escribir la crónica de su investidura, hace ya muchos años. También estaba mi profesora Montserrat Cano Guitarte; a ella le debo mi aficción al relato corto; me quitó, a veces con mucho dolor, la costra de corresponsal local, de descriptor de vivencias rurales, cuyo vocabulario reñía muchas veces con el exigido por la narrativa moderna. (¿Te acuerdas, Montse? ¡Qué pelea! Gracias, por casi conseguirlo.)

Gratamente sorprendido, ví entre el público, bajo los retratos de escritores ilustres de épocas pasadas, a mi compañero de la Escuela de Escritores Carlos Marull, un narrador estupendo, y a Marta, Martita, de la Universidades Mississippi, que también quiso calentar mi Leña y Papel a pesar del tiempo transcurrido. Tampoco faltaron los tertulianos con quienes, además, comparto espacio cibernético en Escritores en Red - Asociación Marqués de Bradomín: Milagros Salvador, Mila Aumente, Santiago Solano (el jefe), Valeriano Franco... (si se me olvida alguno, decídmelo, por favor).

Claro, también estaban mis mujeres: mi Begoña, mi Estíbaliz, mi Beatriz, y mi peña ("la cabra, la cabra...") y mis compañeros de los números, de todos los números, incondicionales siempre: Alfredo, Fernando, Dioni, Jorge, Rincón, Ibáñez..., Paquito, Javi, el otro Javi, Adelaido, Dionisio, Saturnino, Víctor, Eugenio, Mariano, Marisa... ¡Qué gozada! Perdonadme por citar a tantos y perdonadme, también, si me olvido de alguien. Imposible, citar a todos.

La guinda de esta tarta, dulce, maravillosa, me la sirvió el personal de la Asociación de Escritores cuando nos íbamos, después de firmar el último libro, pasadas las diez y media de la noche. Me dijeron que me habían llamado de Roma... Don Guillermo, ¡sí eso es! Don Guillermo Martín Rodriguez, pero que ya estaba el acto empezado y no pudieron avisarme. Don Guilermo es para mí, como Don Ramiro, un ser especial, una fortuna inmensa que a veces pienso que debería compartir con otros amigos a los que también quiero y me quieren. Qué bueno sería que sus cualidades tuvieran presencia universal. No, no puede ser, por ahora. Soy feliz presumiendo de ellos, recordándoles y poniéndoles de ejemplo en los ambientes que frecuento. Qué detalle el de Don Guillermo, acordarse de mí en ese momento, con lo ocupado que está siempre con sus traducciones, sus libros, su universidad... ¡Qué suerte tengo!

Agradezco a todos, a los citados y a los anónimos, vuestra presencia tan cercana, cálida. Como dije en la presentación, sin vosotros, que me habéis ayudado a llegar hasta aquí y que sois los destinarios del libro, mi Leña y papel y otros cuentos sólo sería un montón de folios, amarillentos, en el fondo de cualquier cajón. No será así, porque habéis querido que estos relatos vean la luz y sean patrimonio -no sé si bueno o malo, vosotros lo diréis- de todos.

Y puestos a gradecer, no puedo olvidarme de los medios de comunicación que se han hecho eco de la noticia. Ediciones digitales:

Sociedad Digital: http://www.sociedaddigital.es/ El Informador Cultural: //http://elinformadorcultural.wordpress.com/2009/04/13/presentacion-del-libro-lena-y-papel-y-otros-cuentos-de-alejandro-perez-garcia/) el Diario de Avila (http://http://www.diariodeavila.es/noticia.cfm/Vivir/20090415/alejandro/perez/presenta/ma%C3%B1ana/madrid/libro/le%C3%B1a/papel/otros/cuentos/A5B35094-1A64-968D-59D1AB8CBD7ECCC3 buscar en hemeroteca: "Alejandro Pérez presenta en Madrid Leña y papel..." 15-4), Aviladigital: http://www.aviladigital.com/subseccion/subseccion2/fichaNoticia.aspx?IdNoticia=98943. En sus ediciones impresas: el Diario de Avila (Sec. Panorama) 15-4-09 y La Razón de Castilla y León (Sec. Las caras de la noticia) el 16-4. Asímismo verésis comentarios, que agradezco sinceramente, en los blogs de Basilio Rodriguez (http://editorenvilo.blogspot.com/), Mila Aumente (http://milaaum.blogspot.com/), Javier Ribas (http://javierribas.blogspot.com)/ y en el Blog de Todos (http://erabradomin.blogspot.com/).

¡Ah!, gracias también a Silvia, la fotógrafa oficial, y a las particulares Estíbaliz y Manoli. Ya me olvidaba de ellas. Gracias a sus objetivos este acto, ya pasado, estará presente en la posteridad.

Gracias a todos, repito, porque esta actividad solitaria, sin vosotros que me ayudáis con la fuerza de vuestro cariño, sería un trabajo vano. ¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS..!

viernes, 3 de abril de 2009

OTRA MIRADA


El desconocido estaba detrás de la Colegiata, frente a la sucursal de una Caja de Ahorros, en el interior de un Fiat viejo, tan sucio, que casi no se distinguía la matrícula ni el color de la pintura. Su apariencia, maloliente y desastrada, era impropia de un joven como él. ¿A quién importaba eso? No tardaría nada. Él sabía.

El agente que patrullaba, sorprendido, se dirigió a él con intención de amonestar.

—Lo que está haciendo es una tontería, amigo. ¿Para qué quiere usted eso?

“Si tú supieras, so tarugo, las tonterías que yo he firmao con esta recortá” —pensó antes de responder, un poco desconcertado por la inesperada visita.

—Sólo la llevo por si acaso. No está cargá.

—Salvo algún maleante que nos visita de tarde en tarde, aquí la ciudadanía es gente de bien. ¿Tiene usted licencia de armas?

—No la necesito. Nunca la he usao. Ya se lo he dicho, sólo la llevo por si acaso.

El policía, por las sospechas que le surgieron, y sobre todo ante el descubrimiento de un arma sin permisos, tuvo que cumplir con su obligación.

—Tiene que acompañarme a la Comisaría. Si descubrimos que ha cometido usted cualquier delito, con arma o sin ella, le aconsejo que se encomiende a Dios, porque va a necesitar mucha ayuda, y de la buena —dijo el policía, subiéndose la cremallera del anorak mientras miraba de reojo los nubarrones movidos por el viento mañanero.

El sospechoso salió del vehículo sin ninguna resistencia y entregó el arma al agente cuando éste hizo ademán de pedírsela.

—Tome usted. Y, por favor, a mi no me hable de Dios ni de lo maravilloso que es. Si existiera no habría consentío que yo, y otros como yo, estuviésemos tan tiraos por el mundo, sin casa, sin dinero, sin comida...

El agente no dijo nada. Cuando llegaron a las dependencias policiales, que estaban cerca, dejó al joven bajo la custodia de un compañero, en un cuarto que olía a letrina, mal alumbrado y casi sin muebles, al final del pasillo.

No tardó en volver con un legajo de informes.

—Bien. Hemos averiguado que acaba de salir de la cárcel —dijo dirigiéndose al desconocido, ya identificado, mientras soltaba los papeles sobre la mesa y se sentaba en la única silla libre, toda de madera, pintada de gris.

—Sí, pero yo no soy un asesino, no valgo pa´hacer daño a las personas. Mis fechorías no son graves, sólo hurtos sin importancia, lo justo pa vivir como he vivío, abandonao desde chico.

—Sin importancia ¿dice? Atracos en bancos y gasolineras con intimidación, robos en supermercados, tirones y desvalijamiento de cepillos y limosneros en iglesias y catedrales. ¿Le parece poco? Ahora mismo está en paz con la justicia, pero tengo que retenerle la escopeta y sancionarle. Firme aquí...

El desconocido, que como supo la policía se llamaba Juan Cruz, firmó los papeles sin objeción. El agente siguió con su arenga.

—No puedo detenerle, pero le digo lo de antes: encomiéndese a Dios y que Él le guíe. Puede irse.

—Dios, otra vez Dios, pero si ese Dios suyo, tan maravilloso, no existe, y Él seguro que lo sabe —refunfuñó sin mucha convicción.

Cuando salió estaba muy nublado, hacía frío y tenía hambre. Los bancos y los comercios ya estaban cerrados. La chaqueta, andrajosa, no tenía bolsillos, y los del pantalón estaban rotos. Pensó que lo mejor sería refugiarse en la Iglesia. Quizá allí, con un poco de suerte, solucionaría el problema de la comida y el de otras carencias.

Cerca de la puerta, una mujer mayor, con la vista extraviada, arrastraba los pies y tanteaba el suelo con un bastón, intentando con dificultad salvar los escalones del pórtico. Juan Cruz, antes de fijarse en el bolso de la anciana, se miró a sí mismo y pensó: “Pobre vieja. Echar una mano a esa ruina sí que debe ser maravilloso, por lo menos para ella. Por una vez...”

Ayudó a la señora y vio cómo, ya dentro, se sentó palpando en un reclinatorio y se puso a rezar. En esos momentos, Juan se acordó de los frailes del orfanato, de sus lecciones y su bondad, de su palabra cariñosa y su gesto apacible... A la vez experimentó en él algo insólito: alegría, mucha alegría, y ausencia total de hambre y frío. Se sentó en el suelo, en un rincón del zaguán, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, disfrutando de aquel estado de paz.

Cuando vio que salía la viejecita, fue a su encuentro para ayudarla otra vez.

—Me da en la nariz que eres el mismo indigente de antes ¿verdad hijo? Toma, guárdate esto y no digas nada. Reflexiona. Piensa que el bien sólo se consigue dando. A ver si lo entiendes y te queda claro.

Cuando Juan Cruz volvió al rincón, abrió el sobre de la invidente. Contó los billetes con disimulo. Había más de lo que él necesitaba. Sintió los escalofríos de la emoción dentro de él y su mirada se inundó. Quedó embargado por una sensación de pesar y de satisfacción a la vez. Convivían en él el recuerdo de un pasado oscuro y los primeros pasos de un futuro diferente.

Luego, más tranquilo, salió a la calle y, poco a poco, empezó a ver un horizonte despejado y un día más amoroso, más cálido y agradable.

(c) Alejandro Pérez García

jueves, 19 de febrero de 2009

LOS BESOS DEL ADIÓS


Aunque deshabitado desde tiempos inmemoriales, la construcción del Castillo permanecía intacta; pero las casas de la ciudadela, de la misma época, habían desaparecido. Estaba en medio de un páramo, sobre un montículo empinado, rocoso, donde no crecía ni un yerbajo; sin embargo, de forma incomprensible, fuera de temporada, florecían arbustos enhiestos por encima de los parapetos, inundando al pueblo de fragancias salvajes. A todo esto añadían que las mazmorras se comunicaban con el mar, a poco más de una legua. También contaban que después de la muerte del último Noble, todos los que intentaron entrar en el Alcázar desparecieron sin dejar rastro.

Benito, un lugareño de pelo pajizo y orejas pequeñas, apodado “El Cartero” porque escribía y leía las cartas a los analfabetos, negaba cualquier mito y se burlaba de las creencias de sus vecinos.

—Esas son habladurías imposibles, cuentos para asustar a los muchachos. En otros pueblos está el hombre del saco, aquí, como hay Castillo, todos hablan de fantasmas —decía El Cartero, levantando la cabeza, despectivo, dejando ver el corazón tatuado en el cuello, entre una B, de Benito, y una M, de Marta, o María, o Manuela.

Sus paisanos, molestos por las porfías y valentonadas de Benito, le retaban a que demostrara la ausencia de encantamientos y señales de otros mundos. Una noche, después de discutir sobre todo aquello, decidió entrar en el fuerte en presencia de todos. Lo prometió.

—Será mañana mismo. Vais a ver cómo ahí dentro sólo hay ruinas y abandono, pringados. Eso es lo que sois, unos pringados muertos de miedo.

Al día siguiente, en medio de una multitud expectante, temerosa, cogió una maroma, la tiró con fuerza y la fijó en un merlón. Allí estaba todo el pueblo y algunos habitantes de los anejos, que se habían enterado de los propósitos de El Cartero. Era una tarde de estío, asfixiante. Sólo se oía el cantar de las chicharras, sorprendido por la voz de Benito, un solo que retumbó entre las piedras del baluarte y los curiosos que abarrotaban el enclave.

—¡Allá voy! —gritó haciendo altavoz con las manos.

El Cartero escaló el lienzo de la muralla sin demasiados esfuerzos, descansando con tranquilidad en las saeteras. Cuando llegó a la cima saludó con entusiasmo, haciendo gestos triunfales. Poco después todos vieron cómo se dirigía a una rampa interior a través de un adarve. Los de fuera gritaron agitando las ropas que se habían quitado por el calor, dando así ánimos a Benito, que ya sólo le quedaba abrir la puerta para que todos entraran en el Castillo y vieran que allí no había duendes ni monstruos ni vampiros...

En medio de tanta euforia, no faltaron corrillos que lamentaban la osadía de El Cartero. Muchos, sin desearlo, temían lo peor.

Pasó un rato grande, suavizó la canícula, cayó la tarde y las puertas seguían tan cerradas como siempre. Benito no daba señales de vida. Se hizo de noche, y el hechizo tejido en torno al Castillo seguía vigente. Cobró fuerza, sobre todo cuando, antes de ponerse el sol, se produjeron en los patios de la fortaleza unos remolinos que levantaron mucho polvo, hojarascas y algunos cardos secos. Se vio desde fuera, donde no se movía el aire ni para un remedio, pero sí que llegó un olor fuerte a hierbabuena y albahaca. Aquello causó mucha extrañeza.

—Es el espíritu de El Cartero. Así lo contó una vez mi bisabuela —dijo el mancebo de la botica.

—¡Que va a ser, hombre, qué va a ser! Ese sabe lo que hace. Cuando menos lo esperemos, aparecerá riendo, como siempre —contradijo el herrero.

—No. Yo estoy segura de que esos torbellinos, tan retorcidos, son los besos del adiós —dijo una tal María, que no dejaba de llorar.

Los convecinos de Benito, muy preocupados, esperaron hasta después de la media noche. Cuando amaneció sólo quedaban frente al Castillo sus familiares y dos amigos, uno de ellos el que le tatuó el corazón con la B y la M. Fueron relevados por un grupo de madrugadores que acudieron impacientes, ávidos de noticias. Así establecieron turnos durante aquel día y varios días después, hasta que todos conocieron la suerte de Benito El Cartero.

Una semana más tarde apareció un cuerpo flotando en los acantilados de la costa próxima. Estaba envuelto en la bandera del Ducado, con la impresión de la Torre del Homenaje, y sobre ella los cuatro pináculos, tal cual eran. Según dijeron, igual que cuando, en tiempos remotos, apareció el último Duque, que se ahogó en un aljibe.

A pesar de las coincidencias que podían despistar, no hubo dudas para identificar al cadáver. Su apariencia física y el tatuaje confirmaron con exactitud de quién se trataba.

Los familiares y amigos dieron sepultura a Benito como él quería. Lo dijo muchas veces.

—Igual no me muero nunca, pero, si es que sí, me enterráis en lo viejo del cementerio, en uno de esos nichos labrados en el suelo, sobre el lanchar, donde metían a los romanos. ¡Ahí! Ni tierra, ni flores, ni nada.

Allí le llevaron.

Ahora, después de no se sabe cuántos siglos, cuando las chicharras empiezan a cantar y los baldíos y las tierras yermas se agostan, en la tumba de Benito El Cartero, sólo allí, se respira aire fresco, con un olor intenso a hierbabuena y albahaca.

viernes, 23 de enero de 2009

LOS LIBROS DE EMILIO PORTA...



...SON REGALOS QUE CUESTAN POCO, PERO DE GRAN VALOR

Acabo de releer DESTINOS Y CABALLEROS (Ed. Sial/Narrativa) y DIARIO DESPERTAR (“Premio Oliverio Girondo” otorgado en 2005 por la Asociación Latina de Poesía y Narrativa), de Emilio Porta. Los dos libros han vuelto a dejar en mí una impronta profunda, como la que deja el arado cuando se hunde en la besana, que obliga a seguir con la labor; en este caso, con la obra de Emilio Porta. En su literatura el lector descubre a un autor con talento, inquieto, espontáneo, crítico y natural. Él sabe ver la vida a todo color, aunque luego la plasme en sus textos en blanco y negro. Pero es que así se da la oportunidad de regalarnos una lupa de sugerencias para que veamos nuestro destino y nuestro despertar con la policromía apetecida. Así es de generoso. Con todas esas cualidades, y más, creo que este autor es poco publicado y menos conocido de lo que él merece y muchos deseamos. De no rectificar a tiempo, ese será el pecado por el que algún día rezará mil penitencias el mundo editorial.

No. No voy a hacer más comentarios de estos dos libros tan maravillosos. Ya he dicho bastante. Mejor les invito a que los pidan en sus librerías habituales y compren varios ejemplares de cada uno de ellos. Les garantizo que no van a encontrar regalos más baratos con tanto valor. No hace mucho obsequié con los dos volúmenes a un amigo por su cumpleaños (es muy culto, con varias carreras, y además enseña Español en una universidad de Roma). A los pocos días me escribió un correo diciéndome que “Tanto Destinos y Caballeros como Diario Despertar son dos obras extraordinarias. Leerlas ha sido una verdadera goduria” (una verdadera gozada, un gran placer).

¿Por qué digo todo esto? Muy sencillo, porque es el sentimiento que han despertado en mí, otra vez, los poemas PARAISO y EL LENGUAJE del tan celebrado escritor Emilio Porta. Como lector agradezco la divulgación de esta expresión artística a la Revista Tirano Banderas (Nº 2), de Escritores en Red, Asociación Marqués de Bradomín. En Paraíso el autor juega con la versatilidad de las palabras y las utiliza como herramientas para construir con ellas la esencia de un sueño o la permanencia de un recuerdo, porque —dice— “No otra cosa es un poema (...) Y nadie lo sabe”. En el Lenguaje, el otro poema, concatenado al anterior, Emilio Porta nos hace sentir cómo el valor de la palabra se convierte en “El instrumento al servicio de la idea”, y califica el poder del Lenguaje como un poderoso creador, “Pues, desde el miedo y la necesidad, creaste la conciencia”, dice sabiamente. Todo esto no tendría más importancia que la conceptual, si no fuera porque sus contenidos tienen la capacidad de hurgar en la conciencia de la necesidad del lector, que puede verse “(...) Herido por el rayo de la luz, capaz de crear (...), de pensar y soñar”. Otra gozada, otro placer más alentado con las palabras, el lenguaje y los poemas de Emilio Porta.

También asistimos a la presentación de otro volumen de Emilio Porta, TOMO SECRETO, de gran profundidad, de mirada única y lectura obligada para quienes gustan de conceptos y sensaciones diferentes. Gozará en este espacio del comentario que merece. Y si es posible, disfrutaremos de una entrevista, en exclusiva, con su autor. De momento, como dijo Louise May Alcott, aprovecho para anticipar que es “Un libro que se abre con expectación y se cierre con provecho”. ¡No se lo pierdan! Ni éste, ni los otros.


Faustino del Monte

jueves, 22 de enero de 2009

CONDENADA A INSPIRAR ____(Cuento)


Siempre creí que mis cometidos en este mundo serían diferentes. Hay una adivinanza antigua que lo dice bien claro: “... a los muertos les doy luz...”. Ese debería ser mi fin, alumbrar en una sepultura cualquiera, o lucir en una palmatoria de loza fina, sobre sabanillas bordadas, en el altar de un santo con fiesta y novena. Pero no, nada más lejos. No estoy contenta desempeñando el papel que me han encomendado estos inventores de historias. Ellos no lo saben, pero yo soy un ser sensible, con cuerpo y alma. Mi materia es blanda, untuosa y perfumada. Mi alma es mi pasión, mi fuego, mi espíritu rutilante, que flaquea con los alientos de esos tertulianos dementes que amenazan con cambiar el mundo escribiendo palabras inútiles. Me gustaría protestar, pero no puedo. Esa es mi quimera.

Cuando aún estaba en los colmenares de mis orígenes, no podía imaginar que mi ser se consumiría en medio de un puñado de lunáticos, hombres y mujeres. Me compraron en una tienda de esas de “todo a casi nada” para que mi luz suscitase en ellos la recreación de universos diferentes. Amén de sus convicciones, su escritura no les da de comer y tampoco consiguen alimento para el gusano creativo que les reconcome cada instante. Sin embargo, entre ellos se quieren, y su público lee con atención sus textos. A mi también me gustaría, pero me tienen muy pesarosa.

No me agrada el uso que hacen de mí. Me gustaría escapar, por ser fiel a mis principios, pero no puedo. Me retienen porque dicen que yo les inspiro. No los creo, ni sé cómo luchar contra ellos. Otros escritores aseguran que su musa está en el güisqui, en los recovecos de mujeres ajenas y en los callejones de la mala vida, que —aseguran— es la mejor.

El otro día, en plena tremolina, se levantaron todos y me dejaron sola sobre la mesa de madera, suave por el manoseo y el frotar de las mangas de muchos días y tertulias. Al rato, se callaron. Silencio absoluto. Sólo oí el chorrear de líquidos sobre algún recipiente fino, de porcelana, de cristal o algo así.

—¿Pero quién se ha puesto a orinar ahora, en público? — me pregunté con palabras mudas.
Enseguida, alguien explicó:

—La sidra se escancia así. Todos beben del mismo vaso y los culines se tiran.

Luego me llegó un olor ácido-dulzón, pegajoso, propio de zumos y manzanas fermentadas, y les oí hablar de las tapas con que empaparon su bebida.

—El sabor fuerte de las patatas al cabrales invita a beber —dijo uno.

—Si, pues el picante de estas te hace sudar —añadió otro.

—Es lo típico del Principado —aclaró la camarera.

Y mientras los tertulianos andaban enfrascados con la sidra y los aperitivos, yo estaba sola, luciendo entre papeles sin sustancia. Estoy harta, por cualquier cosa me abandonan. Las hermanas que obran en los velatorios nunca sufren tanta soledad.

Lo peor de todo es que no puedo protestar, ni rebelarme como hacen los humanos cuando no están de acuerdo con el trato recibido. No puedo hacer nada. Ellos escriben mucho pero a mí me falta el don de la palabra. Si yo hablara les diría que me dejaran en cualquier oratorio, porque a mi no me han hecho para ser testigo de fantasías y mentiras: que si casan a una chimenea con una piscina, a un libro con una acacia... ¡Tonterías!

Estos escribidores se inspiran en cualquier cosa, pero ninguno se fijó en la sirvienta de la casa que, con mucho disimulo, se pegó a la tertulia. Seguro que obedeciendo órdenes de la jefa, preocupada por mi presencia centelleante. Arrastraba sillas y taburetes haciendo un ruido infernal; luego, acercándose más, fregó los azulejos del zócalo con una bayeta cochambrosa, empapada en agua bien cargada de amoniaco, quizá para que algún perturbado de estos perdiera el conocimiento y descubriera a que se dedicaban.

Aunque yo estuviese lejos, alumbrando con mi espíritu en el más allá de los muertos, me habrían inspirado los blasones colgados de las paredes, símbolos de tantas villas con ensalmo: Luarca, Cudillero, Castropol, Vegadeo, Navia... Todas con distintivos comunes: paisajes verdes, sus fabes, sus carnes y sus quesos, además del esplendor de todos los fogones con estrella: mariscos y pescados de la mejor factura, acostumbrados a competir con las corrientes de todos los mares; y, por último, lo mejor, sus gentes: afables, siempre dispuestas a servir y agradar. No sé si los tertulianos repararían en fuentes tan suculentas, tan profundas y llenas de inspiración. No dijeron nada.

Yo estaba casi ahogada en esas honduras, cuando levantaron la sesión. Poco después se perdieron entre el frío sereno, quieto, del Madrid de Quevedo, de Galdós, de Arniches, de Alejandro Casona..., de todos. Desconozco la identidad de las musas que les acompañaban.

Yo me revolví un poco en la oscuridad de la cartera negra, fúnebre, donde viajo siempre camino de no sé dónde. Me palpé. Estaba apagada, fría, seca, macilenta, y olía a responso sin plegarias. No pude hacer nada, sólo resignarme y esperar hasta otro lunes, cuando esos desequilibrados, inventores de historias increíbles, enciendan otra vez mi pábilo y me devuelvan a la vida de las luces, aunque sean de ficción. Quizá por eso, cualquier día de estos, los empiece a querer.
(Leido y celebrado en la Tertulia Literaria -itinerante- de Escritores en Red, Asociación Marqués de Bradomín, celebrada el 15/12/2008 en el Cafe Comercial, Gta. de Bilbao, 7. Madrid)
© Alejandro Pérez García
alejandroperez@erabradomin.org