viernes, 18 de diciembre de 2009

EL CAMINO QUE NO ERA


Me han cambiao varias veces de celda y he conocío a muchos internos, pero sólo tú has preguntao por lo mío. Te lo contaré en este rato que nos queda de sol, antes de que nos llamen. Escucha...

Como to´los domingos, me puse en la puerta de San Ginés. Había boda. Antes de que llegara la novia, a eso de las doce, ya tenía guita para vivir muchos días, pero yo no sabía tener dinero. Me trinqué un copazo en Casa Braulio y luego entré por la calle de los Mesones arriba. Olía a fritanga y a vino picado. Por allí paraban varios compañeros de fatigas, me petaba convidarles y poner un poco de alegría en su miseria. Una copa aquí, otra allí, luego otra y otra y muchas más. Dejamos vacía la bolsa. No me gusta la esclavitud del dinero. Siempre me gasté todo con los vagabundos como yo.

Achispaos y tambaleantes, los colegas fueron perdiéndose poco a poco. A mí me costó llegar al soportal donde pernoctaba. Desplegué el petate y me eché a dormir. Esa noche no reparé en el asqueroso tufo a orines de gato que había siempre entre mis cosas. Al rato, o no sé cuando, llegaron los municipales. Como todas las noches, me preguntarían dos o tres veces lo mismo, para ver qué tal: el nombre, la fecha de nacimiento, algo sobre el tiempo, tonterías así. No lo recuerdo bien, ¡apañao estaba yo!

Como imaginarás, viendo la cogorza que tenía, me quitaron de allí. No amanecí más en aquel camastro. Cuando desperté me dijeron que era miércoles. El reloj de la sala marcaba las 11:42 AM. Olía a botica. Estaba acostao en una cama con sábanas blancas. Afeitao y tan limpio, me sentía desnudo. ¡Qué vergüenza, joder! Tenía los pies y las manos ataos a los barrotes de la cama. De los brazos salían varios chiclés. Tenía otros cables y una máquina que yo no veía, pero no paraba: “pi...pi...pi...pi...” Todo el rato estaba pendiente de que el puto aparato no hiciera pi,pi,pi,pííííí... seguido, porque después sería como en las pelis: “hora de la muerte...”Joder con el chisme. Yo no estaba para eso, pero dijo una enfermera, gorda y con mala leche, que acababa de salir de un no sé qué etílico y que estaba mu mal. Protesté como si me hubiesen tocao las criadillas: “Dejadme, coño. Estoy jodío, ¡pues claro!, tengo hambre. Si estuviese en la calle estaría cojonudamente”.

Me hicieron caso, pero no creas que me llevaron un plato de alubias. Probaron con un caldo, y bien. Luego me dieron crema de guisantes, merluza a la plancha y natillas. To riquísimo. Me acordé de mis amigos, de su hambre, de sus esquinas. Se me nublaron los ojos al pensar el bien que les harían aquellos manjares; pero confieso que aunque fuese solo, sin ellos, con tantos cuidaos y exquisiteces, me habría quedao allí una temporá. ¿Sería verdad que tenía algo grave? Lo mío era la calle, dormir al raso y el vino de tetrabric.

Al día siguiente ya estaba mucho mejor, pero, imagínate, como un pájaro enjaulao. Después del desayuno, bien aseao y con un pijama azul, grandísimo, salí al pasillo para estirar las piernas mientras limpiaban la habitación. Como quien se deja llevar, entré en un cuarto. Debía ser el vestuario de los médicos. Afané un traje de mi talla, unos zapatos, una camisa bien guapa, una corbata y salí corriendo.

Me veía en los cristales de los escaparates como un maniquí. Me senté en un parque. Encontré en la chaqueta una cartera con un carné de identidad, otro de conducir, una foto familiar, cuarenta €uros y un boleto de los ciegos del día anterior. Número 1313. Pregunté en un quiosco de la ONCE. La chica, con gafas oscuras, lo miró con una lupa y dijo que tenía premio. ¡Cien mil €uros! Ella no veía, yo me quedé sin habla. Otra vez me perseguía la mugre del dinero. Mi corazón latía deprisa. Me sentía otro. La cieguita dijo que en cualquier banco gestionarían to. Entré en uno próximo. Comprobaron el boleto, el número. ¡Qué bien se portaron! Hasta me anticiparon una buena suma. Firmé y dijeron que volviera a los tres días para colocar el resto del premio.

Salí de allí sin soltar la cartera, saltando y riendo, créetelo. Me dio hasta hipo. Los edificios, los árboles, los colores..., to´lo veía distinto. Calculaba, sin saber, qué podría comprar con tanto dinero. Iba en esas cábalas cuando tuve que cambiarme de acera dos o tres veces porque me encontré con varios pedigüeños, andrajosos, que se pusieron pesadísimos para que les diera unas monedas. Me dieron asco; les despaché a patás. Ellos quedaron como espantaos. Después sentí dolor en las tripas y amargura en la boca por aquella rabieta. Con las pintas que llevaba, comprenderás que ya no podía hacer la vida de antes. Decidí hospedarme en un hostal. Allí observé cómo vivía la gente normal, huéspedes, transeúntes. Por el ajetreo, o no sé por qué, el petate, el soportal y los colegas de toda la vida salieron de mis pensamientos.

Cuando volví al banco, no me recibieron como el primer día. Las caras de los empleaos parecían de cartón, se habían quedao sin sonrisas. Me tuvieron esperando en un despacho más de media hora. Al final llegaron dos señores con mal gesto, como si en el carajillo de la mañana les hubiesen echao vinagre. Dijeron que eran policías. Me pidieron la documentación. Yo les di la que tenía, la del médico, que, por cierto, era cejijunto como yo. Tras examinarla, dijo uno que estaba detenío. Me llevaron a la comisaría y desde allí me trajeron aquí, al talego, donde llevo siete meses en prisión preventiva, pendiente de juicio; dicen que acusao de apropiación indebida y suplantación de personalidad, que no sé mu bien lo que es.

Así fue to, y to porque el destino me puso en un camino que no era el mío. Lo peor es que, aquí dentro, no soy nadie; y fuera, nadie me echa de menos. ¿Qué te parece? No digas ná, y vamos, que ya tocan fajina.

© Alejandro Pérez
Colección "Los cuentos mejor pensados". Inscritos en el Registro de la P.I.
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